Cuando más me encerraba en yo misma, más
me costaba asimilar lo que
sucedía a mi alrededor. Todo me parecía tan extraño mientras que a ojos de los
demás parecía estar como siempre. Me gustaba salir de paseo mientras el cielo
color de vino se transformaba en el azabache más oscuro. Paseaba por las
callejuelas del pueblo, tan estrechas, tan oscuras. De alguna forma me sentía bien
dando tumbos por ese laberinto, era como mi interior, sombrío, cerrado y de
cierta forma con miedo. Al terminar el paseo tenía que pasar por la calle principal
para volver a casa. Allí percibí las miradas que juzgaban cada uno de mis
movimientos. Me sentía como un actor que sale a escena por vez primera y el
foco le iluminara, mientras no se ve ni se oye nada más en todo el teatro que
sus pasos. Al pasar por aquella gran calle fue como si un titiritero dominase
mi andar ya que yo no era capaz de enfrentarme a la humanidad. Estaba tan
asustada de que alguien pudiera herirme, o de que yo pudiera herir a alguien.
Quise correr hacia mi casa, pero me quedé en medio de la plaza contemplando el
movimiento de la gente. Y fue entonces cuando comprendí que en la vida se
necesita amor, que la vida no tiene sentido en la soledad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario