viernes, 11 de enero de 2013

Las miradas.


Cuando más me encerraba en yo misma, más me costaba asimilar lo que sucedía a mi alrededor. Todo me parecía tan extraño mientras que a ojos de los demás parecía estar como siempre. Me gustaba salir de paseo mientras el cielo color de vino se transformaba en el azabache más oscuro. Paseaba por las callejuelas del pueblo, tan estrechas, tan oscuras. De alguna forma me sentía bien dando tumbos por ese laberinto, era como mi interior, sombrío, cerrado y de cierta forma con miedo. Al terminar el paseo tenía que pasar por la calle principal para volver a casa. Allí percibí las miradas que juzgaban cada uno de mis movimientos. Me sentía como un actor que sale a escena por vez primera y el foco le iluminara, mientras no se ve ni se oye nada más en todo el teatro que sus pasos. Al pasar por aquella gran calle fue como si un titiritero dominase mi andar ya que yo no era capaz de enfrentarme a la humanidad. Estaba tan asustada de que alguien pudiera herirme, o de que yo pudiera herir a alguien. Quise correr hacia mi casa, pero me quedé en medio de la plaza contemplando el movimiento de la gente. Y fue entonces cuando comprendí que en la vida se necesita amor, que la vida no tiene sentido en la soledad.

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